Un retrato de las víctimas de los jemeres rojos

El olvido es la peor de las injusticias. Camboya lo sufrió por más de una década. Tras la caída del régimen de corte maoísta de los jemeres rojos en 1979, el gobierno pro vietnamita que ocupó el poder y que denunció la masacre humana que encontró a su llegada, fue aislado internacionalmente. De hecho, el asiento oficial de Camboya en la ONU continuó ocupado por algunos de los máximos líderes de la guerrilla durante más de diez años y los informes de la Subcomisión de Derechos Humanos del organismo internacional que alertaron sobre el genocidio de una cuarta parte de la población, fueron escondidos. Se estima que 1,7 millones de personas entre 1975 – 1979 perdieron la vida en la matanza más feroz que se conoce

Los campos de la muerte. Phnom Penh. Marisa López

Este silencio impuesto se rompió en los años 90. A partir de 1993, gracias a los Acuerdos de París que pusieron fin a una guerra civil que se había prolongado por alrededor de 30 años, Camboya empezó a abrirse al mundo de nuevo. Se celebraron elecciones democráticas, no ausentes de polémicas, pero que, poco a poco, otorgaron estabilidad y paz al país.

Sin embargo, había una pieza que seguía fallando. El pasado oscuro que su historia arrastraba no podía continuar ausente del debate político. Además, el gobierno era consciente de que para su completa aceptación en la comunidad internacional aquel asunto debía quedar resuelto. Entonces, el 21 de enero de 1999, el primer ministro camboyano envió una carta al Secretario General de la ONU, Kofi Annan en la que describió que “la razón esencial en favor de un Tribunal encargado de juzgar a los criminales del genocidio es garantizar que se haga justicia al pueblo camboyano y se castigue a los responsables”. Por tanto, en una peculiaridad histórica, fue Camboya quien solicitó la creación de un tribunal internacional. Ni la comunidad internacional, ni ninguna organización o partido político le impuso tal requisito.

Las Salas Extraordinarias de la Corte de Camboya (ECCC por sus siglas en inglés), nombre que recibió finalmente este tribunal, lleva ya diez años juzgando a los principales líderes de los jemeres rojos que aún permanecen vivos. Son pocos y ancianos, pero responsables de una de las mayores masacres de la historia del hombre. Sus salas han dictado dos sentencias en las que sus acusados han sido condenados a cadena perpetua. Un caso está ahora visto para sentencia, que se espera que sea dictada dentro de un año, y otros dos deberían empezar a ser conocidos en los próximos meses, aunque el escaso apoyo político y la falta de financiación han puesto en serio peligro su progreso.

Pero, ¿qué piensa realmente el pueblo camboyano, la gente normal de su historia? ¿Son conscientes de la existencia del tribunal? ¿Les importa?

La opinión de las víctimas y de los camboyanos no es homogénea, como cabe esperar. Camboya es un país que roza los 16 millones de habitantes en la actualidad, de los cuales un 65% tiene menos de 30 años, según el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas. De tal forma que, en primer lugar, más de la mitad de la población no fue testigo de la tragedia y, en segundo lugar, estas personas tienen un escaso conocimiento sobre los hechos. Por lo tanto, poco o muy poco les importa aquellos relatos del pasado que algunos abuelos o padres se han atrevido a contar. «Muchos ni siquiera se las creen. ¿Por qué camboyanos iban a hacer eso a otros camboyanos? Es una historia muy dura ante la que prefieren cerrar sus ojos», explica Eleonor Fernández, experta en Derecho Penal Internacional y que trabaja en el departamento del tribunal ECCC que se encarga de la representación de las víctimas. «La mayoría de jóvenes están más interesados en los cafés y los centros comerciales. Ya no temen aquella época y quieren un cambio político que expulse del poder a Hun Sen».

Una abuela y tres niños. Phnom Penh. Marisa LópezUna abuela y tres niños. Phnom Penh. Marisa López

Hun Sen es el primer ministro camboyano desde 1985. Durante la campaña electoral de los pasados comicios regionales de junio de 2013 amenazó a la población con una guerra civil a Camboya y aludiendo a los tiempos de los jemeres rojos si su partido no ganaba aquellas elecciones y las nacionales del año que viene. Su partido, como era de esperar, ganó, sin embargo, con los peores resultados de su historia. Desde entonces el clima político en Camboya no ha hecho sino empeorar. Poco a poco Hun Sen se ha encargado de eliminar cualquier tipo de oposición política y social. El principal partido político de la oposición, el Partido de Rescate Nacional de Camboya (CNRP por sus siglas en inglés), ha sido disuelto debido a sospechosas acusaciones de traición que han recaído sobre su líder, Kem Sokha, y que lo han llevado a la cárcel. Activistas pro derechos humanos han llegado a ser encarcelados y hasta tres ONGs han tenido que echar el cierre al igual que alrededor de 19 medios de comunicación, incluidas una docena de radios. (Pendiente de actualización: Hun Sen ganó las elecciones en julio de 2018 con alrededor de un 80% de los votos. Desde entonces la oposición ha quedado inhabilitada).

No obstante, el principal desinterés de la gente joven procede del hecho de que hasta hace unos años en los colegios tampoco se les contaba nada al respecto de aquel pasado y en muchas casas reinaba el silencio más absoluto. «Una de sus políticas fue destruir el concepto de la familia. Para ello, organizaban matrimonios forzosos en los que los maridos eran obligados a violar a sus mujeres para que estas se quedasen embarazadas y tuviesen hijos que poder adoctrinar. La mayoría de estas parejas continúan juntas, pero en un ambiente violento debido al trauma que vivieron. Por ello, no es fácil para los padres contarles a los hijos lo que ocurrió», cuenta Theresa de Langis, especialista en derechos humanos de las mujeres en situaciones de conflicto y postconflicto y que ha trabajado con las víctimas de este drama.

Tres jóvenes en la calle. Phnom Penh. Marisa LópezTres jóvenes en la calle. Phnom Penh. Marisa López

Para tratar de combatir este desconocimiento, entre las reparaciones a las víctimas que las sentencias han dictaminado se encuentra la redacción de un libro escolar que explique quiénes fueron los jemeres rojos y lo que ocurrió. Los estatutos del tribunal ECCC prohíbe las reparaciones económicas e individuales y solo permite que estas sean colectivas y morales. La realización de exposiciones permanentes e itinerantes por todo el país, la creación de grupos de apoyo psicológico para las víctimas o la organización de ceremonias religiosas tanto budistas como musulmanas (la minoría musulmana cham del país fue víctima de genocidio), son otras de las formas que los jueces han encontrado para tratar de redimir a una población que ha sufrido tanto.

Por otro lado, la creación del tribunal y su trabajo diario ha conseguido crear un debate público que ha ido transformando esta realidad.  «Desde que estamos aquí, cada día aparece una noticia sobre nosotros [el tribunal] en los periódicos. Al principio, en los dos únicos diarios de habla inglesa del país y que eran consumidos principalmente por occidentales, pero desde hace unos años también en los camboyanos. Además, ya no solo hablamos de noticias, sino también de testimonios e historias bajo el título «Yo sobreviví bajo el régimen de los jemeres rojos» que empiezan a ser publicados cada vez con más asiduidad. La gente está perdiendo el miedo a hablar y a contar su propia experiencia», describe Eleonor Fernández.

La religión

El 96,9% de los camboyanos son budistas, según datos de la CIA World Factbook. Se trata de un pueblo muy creyente y que entiende la vida y la muerte a través de las enseñanzas de su religión. Por lo tanto, no es de extrañar que en su modo de comprender el tribunal ECCC y la justicia que este imparte haya una fuerte influencia religiosa. «Mi madre va cada semana a la pagoda a escuchar las oraciones de los monjes y a llevarles comida”, nos cuenta Blue, un conductor de tuk-tuk cuyo padre fue asesinado bajo el régimen. Según esta religión los alimentos que ingieren los monjes o son ofrecidos a Buda son para los que ya han dejado esta vida. Así mi madre se ha reconciliado con el pasado. No necesita los tribunales”.

Monjes de la Pagoda Wat Ounalom. Phnom Penh. Marisa LópezMonjes de la Pagoda Wat Ounalom. Phnom Penh. Marisa López

Pagoda Wat Ounalom. Phnom Penh. Marisa LópezPagoda Wat Ounalom. Phnom Penh. Marisa López

Altar budista en una tienda. Phnom Penh. Marisa LópezAltar budista en una tienda. Phnom Penh. Marisa López

«¿Qué es el perdón? ¿Qué es la justicia? ¿Meter a alguien en la cárcel es justicia? Estas son ideas occidentales», aclara Eleonor. El karma, concepto del budismo, consiste en que aquellos que hagan el mal tendrán que pagarlo en su próxima vida, por ello, para muchos camboyanos, la labor del tribunal ECCC carece de sentido. Los acusados ya rendirán cuentas en su próxima vida, el daño ya está hecho y no podrán cambiarlo. «Los espíritus que han sufrido una muerte violenta son espíritus que están por todos lados. No hay que molestar a estos espíritus», alerta Chom Veasna, un monje budista de una pagoda céntrica de Phnom Penh. Para Chom no vale la pena seguir mirando hacia el pasado, sino que hay que concentrarse en el futuro y en ser buenas personas, a pesar de que los jemeres rojos destruyeron el 90% de las pagodas y de alrededor de 60.000 monjes apenas quedaron 1.000 cuando el régimen fue derrocado.

«En cambio la religión cristiana les ha dado una salida fácil a los acusados. Son muchos los jemeres rojos, entre ellos Duch, el director del centro de tortura y exterminio S-21 donde se calcula que perdieron la vida alrededor de 21.000 personas, que se convirtieron a esta confesión e incluso, fueron encontrados trabajando como misioneros. Según la doctrina cristiana si pides perdón y te arrepientes, quedarás absuelto de tus pecados. Así, encontraban una escapatoria muy sencilla a lo que habían hecho», señala Eleonor.

Como anunciamos en un principio, la realidad de las víctimas es heterogénea. Hay algunas que podrían hablar durante cinco horas y algún otro que ha reconocido que contar su testimonio frente a los jueces y los acusados «ha sido como hablar con Alá».  En cambio, hay muchas que después de 10 años de proceso están cansadas y quieren que les dejen tranquilos y otros miles que nunca querrán contar su experiencia.

Sin embargo, el hecho de que estos tribunales internacionales sigan adelante, investigando y juzgando acciones que avergüenzan la esencia del ser humano, a pesar de que la mayoría de los responsables sean octogenarios y de que hayan pasado más de 40 años, es una lección para todos aquellos países que tenemos una memoria histórica enterrada y sometida a un olvido que, como hemos dicho, es la peor de las injusticias.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: