Mi viaje a Camboya tenía una razón principal: hacer un voluntariado. Durante tres semanas, de lunes a viernes y de ocho a cinco, trabajé enseñando inglés a niños.
La primera semana estuve en un colegio fundado por misioneros cristianos bautistas. Las familias que llevaban a sus niños allí, eran humildes, con escasos recursos, pero podían permitirse pagar siete dólares al mes que cubría tanto la educación como la comida: desayuno, comida y merienda.

Era un colegio bien equipado, limpio y organizado. El personal era muy amable y nos trataron muy bien. Sin embargo, ninguna de nosotras (ni yo ni las voluntarias que estuvieron conmigo, Carlota, Cristina y Patri), nos sentíamos muy necesarias. Ellos nos querían simplemente para que enseñásemos inglés unas horas al día y nosotras habíamos ido a Camboya buscando otro tipo de experiencia.
La profesora responsable de mi clase estudiaba inglés en la universidad (como la inmensa mayoría de jóvenes camboyanos a los que preguntábamos), no obstante sabía poco o muy poco y apenas era capaz de dar clases a sus alumnos en esta lengua. Por tanto, en la mayoría de las ocasiones acababa por expresarse en Khmer (la lengua camboyana).
En mi opinión, lo que realmente necesitaba aquel colegio eran profesores cualificados de inglés que pudiese establecer un ritmo diario y un curso completo (y eso pasaría en la mayoría de centros de enseñanza). Pero, como voluntarias, nuestro trabajo era poco gratificante, más allá de lo bien que nos lo pasábamos con los pequeños, a los que se les cogía un cariño inmenso en muy poco tiempo.
Una perspectiva interesante de la que me percaté durante mi semana allí, está relacionada con el tema religioso. Al ser un colegio cristiano, enseñaban a los niños oraciones y la doctrina cristiana. No obstante, tanto los profesores como la dirección eran conscientes de que los niños recibían una educación budista en casa.
Días más tarde, cuando pude entrevistar a Eleonor Fernández, la penalista que trabajaba en las Salas Extraordinarias de la Corte de Camboya, me comentó que tristemente son muchas las confesiones religiosas que intentan expandir su fe en el país a través de los colegios. Ofrecen buena educación a precios bajos. Una oportunidad para las familias humildes que apenas tienen medios para mandar a sus hijos a la escuela. Sin embargo, a la par, tendrán que aceptar que recibirán una educación religiosa diferente a la del hogar.
Nos cambiamos de colegio
La segunda semana empezamos en otro colegio, que era más bien como una academia de inglés. Teníamos dos grupos. El de por la mañana de ocho a once y el de la tarde, de dos a cinco (coincide más o menos con el horario comercial). Algunos iban a esta academia en uno de los dos horarios y luego a la «escuela de Khmer»; otros venían simplemente a este colegio.

Era un mundo completamente diferente al anterior. La pobreza se palpaba en cada rincón. Allí dimos clase en una azotea. Entre ladrillos y sillas rotas. Donde si llovía el suelo se inundaba de agua y si hacía viento era casi imposible mantener un libro abierto. Sólo una pequeña bombilla desnuda alumbraba el espacio si era necesario. 💡
Nuestros alumnos tenían entre ocho y diez años. Sus familias eran pobres. Unas más que otras. Algunos tenían lápices de colores. Otros, sólo un lápiz.✏ Pero todos una gran sonrisa y siempre compartían lo que tenían.😀
Nunca olvidaré un recreo en el que Chamrran (uno de mis alumnos) había traído varios paquetes de papas para merendar (todos solían traer este tipo de comida industrial). En cambio, Yuth, que venía de un hogar más necesitado que los demás, no tenía nada de comer.
Entonces, se me ocurrió pedirle a Chamrran que compartiese un poco de su comida. En cuanto se lo dije pareció que simplemente algo se había encendido en su cabeza, como un «¿cómo no se me había ocurrido?». El pequeño me miró solo instante antes de, sin dudarlo, salir corriendo en busca de su compañero para ofrecerle un paquete. Ni se lo pensó. Compartió con la mayor naturalidad su merienda con Yuth. Fue precioso.

Los profesores fijos de ese colegio eran voluntarios. A cambio de alojamiento y comida debían impartir clases. Como en el otro colegio, el profesor responsable de mis alumnos era estudiante de inglés en la universidad, a la que iba los fines de semana. Su familia vivía en el campo y no podía permitirse pagarle los estudios. Así, gracias al trabajo en el colegio podía ir a la universidad. Sin embargo, volvía a darse la contradicción de que sabía, poco o muy poco inglés.
Los jemeres rojos mataron y destruyeron cualquier manifestación de cultura o ciencia. Queriendo reducir a su población a la condición de campesinos, una vez terminó el régimen, no quedaban ni médicos, abogados, profesores o arquitectos, es decir, personas con una formación fundamental para sacar adelante el país después de una devastación como la que sufrieron. Además, el régimen fue seguido de una guerra civil que se prolongó por más de una década, lo que empeoró la situación e impidió la reconstrucción y el renacimiento del pueblo camboyano.
Por ello, creo que es importante entender que si más del 60% de la población tienen menos de 30 años, son jóvenes que están en la edad de aprender, no de enseñar. Camboya es la demostración de cómo, en cuatro años, un grupo de personas puede destruir el futuro de un país durante generaciones.
No obstante, si paseas por Phnom Penh te llamará muchísimo la atención que puedes encontrar casi un colegio en cada esquina. La sensación que esto me produce es que se trata de un pueblo que trata de luchar por su futuro a través del conocimiento y de la apertura al mundo y que, por ello, le dan tanta importancia al aprendizaje del inglés.
El esfuerzo colectivo de este país me pareció asombroso. Con recursos escasos, con poca cualificación pero con mucho trabajo y con todo su ímpetu, no dudo que Camboya conseguirá, paso a paso, salir adelante.
2 respuestas a «La educación en Camboya»