De los campos de arroz a los campos de muerte

La población evacuada fue instalada en los pueblos, aunque esto es una forma de expresarlo, porque en la mayor parte de las ocasiones se vieron obligados a dormir al raso durante los primeros días hasta que conseguían reunir algunos troncos o ramas con los que construir una especie de casa.

Desde 1973, a medida que los jemeres rojos habían ido “liberando” las comunidades, la tierra había sido colectivizada. Las cooperativas que se formaron quedaban al mando de un jefe local, generalmente miembro del partido y jóvenes, muy jóvenes.

Khmer Rouge Guerrilla soldiers

Rezaba un eslogan:

Basta con un millón de jóvenes para hacer la nueva Kampuchea Democrática”.

Esta exaltación de la juventud residía en una cierta influencia maoísta que sostenía que la inexperiencia y la ignorancia eran virtudes revolucionarias. También, a medida que la purga interna del partido comenzó a avanzar, había que restituir unos mandos por otros, y, por tanto, la media de edad bajaba. Estos jóvenes, separados de sus familias y adoctrinados por el régimen, ejercían el poder e impartían justicia, generalmente, de forma déspota y despiadada.

El trabajo en el campo

A los habitantes de la ciudad se les encomendaron los peores trabajos.

“Mantenerte no es una ganancia, perderte no es una pérdida”

Bajo ese lema impusieron un sistema de trabajo que comenzaba cada día antes de que el sol apareciese en el horizonte y durante 14 horas, sin interrupción, debían recolectar, picar, pescar, cavar y realizar todas aquellas labores que fuesen ordenadas por el jefe y sus secuaces en nombre del Angkar, en unas condiciones climáticas que podían llegar a los cuarenta grados centígrados mientras una lluvia intensa de monzón, caía sobre sus hombros. Y el “pueblo nuevo” tenía que conseguirlo o de lo contrario podía significar incluso la muerte.

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Durante la jornada no había derecho al descanso. A veces, tenían hasta que pedir permiso para hacer sus necesidades. Después de 10 días, entonces, había un día “libre” destinado a la reeducación. Hombres y mujeres de cualquier edad y en cualquier condición, todos debían su trabajo al Angkar y al renacimiento de la nación jemer.

Sin embargo, la única diferencia entre el pueblo del 17 de abril y los campesinos base, el pueblo antiguo, se medía en poder, es decir, ellos dirigían el trabajo y enseñaban a los nuevos, pero, trabajan juntos y durante las mismas horas. Debido a sus conocimientos agrarios, estos sí eran considerados elementos valiosos para el Angkar, de modo que solían salvar más su vida, aunque en la espiral de terror de los jemeres rojos, nadie podía darse por salvado.

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La alimentación en el campo

La ración de comida era de 200 gramos, oficialmente 250, pero a veces ni eso.

Tenías la costumbre de comer hasta la saciedad, ¡pues bien! Ahora os toca pasar hambre[1] .

Pero a medida que el gobierno no veía cumplidas sus expectativas de producción, sus ya de por sí exiguas porciones, fueron sustituidas por la sopa de arroz aguada, otro de los símbolos de este régimen, que contenía aproximadamente el equivalente a cuatro cucharaditas de café de arroz por persona.

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Pin Yathay, víctima, no pudo expresar mejor el sentimiento que debía envolverles a todos ellos:

En mi fuero interno pensaba que deseaban nuestra muerte. Querían exterminarnos. Era una voluntad deliberada. La disminución de raciones y el aumento del trabajo forzado solo podían llevarnos a la muerte. ¿Querían acaso purificarnos y salvar la vida de los mejores?”.[2]

Son muchos los testimonios que recogen como la desesperación desarrolló una capacidad de supervivencia atroz. Ratas, lagartos, serpientes, hormigas, tubérculos, malas hierbas… Cocinado o crudo; podrido o sin madurar, todo valía si podía ser masticado. Hay incluso relatos que cuentan episodios de canibalismo. como la ingestión parcial de su hermana por una ex maestra y el reparto de un joven en un hospital.[3]

Jean – Louis Margolin [1]  entiende que el hambre era utilizada como un arma:

“No para matar en masa, pero sí para castigar a algunos, alentar a otros y mostrar a cada uno su lugar en el nuevo orden. Al hacer que los Nuevos se obsesionaran con su inseguridad alimenticia, se les privaba de la capacidad mental y física de oponerse al poder”.

Los camboyanos, totalmente deshumanizados, nublados por la falta de alimentos, recurrían al pillaje, delataban a sus compañeros, peleaban con sus hijos[4] y arriesgaban sus propias vidas con tal de tener algo que llevarse a la boca.

@sisulopez

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[1] YATHAY, Pin L`utopie meurtrière. Un rescapé du gènocide cambodgien témoigne. Bruselas: Complexe, 1989

[2]  Ibídem.

[3] YATHAY, Pin. op.cit. pág. 174.

[4] AFFONÇO, Denise. El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente. Barcelona: Editorial Libros del Asteroide, 2012

[5] MARGOLIN, Jean -Louis. (1998). “Comunismos de Asia: Entre la «Reeducación y la Matanza». China, Vietnam, Laos Camboya”. En: COURTOIS, Stépahne, WERTH, Nicolas, PANNÉ, Jean-Louis, PACZKOWSKI, Andrzej y BARTOSEK, Karel, ed., El libro negro del comunismo, 1st ed. Madrid: Espasa Calpe, S.A., pág. 694

3 respuestas a «De los campos de arroz a los campos de muerte»

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